por Bill Tiepelman
La belleza de lo cotidiano
La luz del sol matutino se derramaba sobre el césped cubierto de rocío en Old Monroe, Missouri, tiñendo el patio trasero de suaves tonos dorados y verdes. Era sábado, el tipo de día que no tiene nada en particular, en el que el tiempo parece extenderse sin fin y el mundo exige muy poco. Elaine, con una taza de café en la mano, estaba sentada en su desgastada silla de patio favorita, lista para disfrutar de su tranquilo ritual de observación de aves. Su patio trasero no era grandioso, ni mucho menos. Un modesto trozo de césped, unos cuantos arbustos rebeldes y un viejo arce que se inclinaba ligeramente hacia la izquierda. Pero para ella, era un paraíso, un pequeño trozo de naturaleza justo al otro lado de su puerta. Los pájaros parecían pensar lo mismo. Lo visitaban en manadas, revoloteando entre las ramas y dejando tras de sí un rastro de chirridos y plumas. La estrella modesta Elaine tomó un sorbo de café y sintió que la calidez se extendía por su cuerpo mientras se reclinaba y observaba el patio. Los sospechosos habituales estaban en plena acción: los gorriones parlanchines, los curiosos arrendajos azules y las distantes tórtolas. Pero entonces, un destello de color rosa le llamó la atención. Allí, posado en un trozo de tierra donde la luz del sol se filtraba a través de las hojas, había un pinzón doméstico. Su plumaje de color rosa prácticamente brillaba, las suaves vetas rosadas se mezclaban a la perfección con sus tonos marrones y blancos. Saltaba de un lado a otro, inclinando la cabeza de esa manera curiosa y nerviosa que tienen los pájaros, como si estuviera reflexionando sobre algo de gran importancia. —Vaya, eres espectacular —murmuró Elaine, dejando el café en la mesa para coger los binoculares. El pinzón se acercó de un salto al patio, picoteando algo invisible en el suelo. No parecía preocuparse en lo más mínimo por su presencia, algo que Elaine agradeció. Era agradable sentir que confiaban en ti, incluso un pájaro. Lecciones de simplicidad Mientras observaba, Elaine no pudo evitar reírse entre dientes ante las payasadas del pinzón. Infló el pecho, sacudió las plumas y emitió un pequeño trino que sonaba como el equivalente aviar de aclararse la garganta. Le recordó a su vecino Harold, que tenía un hábito similar cada vez que estaba a punto de lanzarse a una de sus teorías conspirativas sobre el clima. —No te preocupes, muchachito —le dijo en voz baja—. Tus teorías probablemente tengan más sentido que las de Harold. El pinzón se detuvo, como si la hubiera oído, y luego continuó picoteando el suelo. Sus movimientos eran metódicos, pausados. Elaine envidiaba eso. El mundo siempre iba deprisa, siempre exigiendo más, más rápido, mejor. Pero al pinzón no le importaba nada de eso. Estaba perfectamente contento, existiendo en su pequeño y tranquilo momento. El humor de lo cotidiano Elaine interrumpió su ensoñación con el inconfundible repiqueteo de su carillón de viento en el jardín, seguido por el graznido de un arrendajo azul descontento. Se dio vuelta y vio al arrendajo, indignado, posado sobre el carillón, con las plumas erizadas. Un segundo después, una ardilla cruzó la valla a toda velocidad, chillando como loca, como si se estuviera riendo de su propia travesura. El pinzón, por su parte, ni siquiera se inmutó. Saltó un poco más lejos del alboroto, claramente indiferente al caos. Elaine se rió. “Buena decisión”, dijo. “Quédate en el rincón tranquilo. Deja que la ardilla y el arrendajo resuelvan su drama”. La belleza de lo cotidiano El sol se puso más alto y el café de Elaine se enfrió, pero a ella no le importó. El pinzón finalmente se fue volando y sus plumas rosadas desaparecieron en el árbol de arce, pero la sensación de paz que había traído permaneció. Elaine se recostó y cerró los ojos, escuchando la sinfonía de los cantos de los pájaros, el susurro ocasional de las hojas y el zumbido distante de una cortadora de césped. Pensó en lo fácil que era pasar por alto momentos como ese, descartar lo ordinario como algo mundano. Pero el pinzón le había recordado que la belleza no siempre era llamativa ni rara. A veces, era un pequeño pájaro con plumas rosas que saltaba por el patio trasero y vivía su vida con gracia serena. Mientras Elaine recogía su taza y sus binoculares para entrar, sintió una profunda gratitud por la mañana. No había sido una gran aventura, pero no tenía por qué serlo. Era un recordatorio de la alegría que se encuentra en los momentos sencillos, tranquilos y cotidianos que tan a menudo pasan desapercibidos. Lleva la belleza de lo cotidiano a tu espacio Celebre el encanto sereno y la gracia tranquila del pinzón doméstico en su patio trasero con estos productos cuidadosamente elaborados. 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