heaven and hell

Cuentos capturados

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When Angels Duel Demons

por Bill Tiepelman

Cuando los ángeles se enfrentan a los demonios

La espada entre mundos El cielo sangraba fuego y escarcha. Donde terminaban los cielos y comenzaba el infierno, se había formado una grieta, un desgarro en el tejido de lo que los mortales alguna vez llamaron equilibrio. Y en el corazón de esa ruptura se alzaban dos seres, atados no por cadenas ni armas, sino por la insoportable gravedad del destino. El ángel era más antiguo que la luz. Envuelto en túnicas desgastadas por mil años de vagar, sus alas brillaban con la luz estelar residual: azul, fría y dolorosa. El tiempo no había apagado la tristeza de sus ojos, ni la espada que sostenía con manos pálidas como el hueso. Su nombre, perdido en lenguas ya no pronunciadas, temblaba al filo de cada plegaria susurrada por un alma desesperada. Y, sin embargo, esta noche, ninguna plegaria salvaría a nadie. El demonio frente a él exhalaba humo con cada gruñido de sus pulmones. Esculpidas en rabia y nervios, sus alas se extendían como navajas hacia el infierno abrasador que se extendía tras él. Piel oscura como sangre seca, ojos más profundos que la obsidiana. No nació del pecado; él lo creó . Una vez divino, ahora condenado, recordaba la luz solo como algo que eligió desamar. No odiar. Eso sería demasiado simple. La abandonó como quien descarta la verdad cuando se vuelve insoportable. Entre ellos: una espada. No era un arma común, sino una reliquia más antigua que ninguno de los dos. Una espada forjada por la primera traición. Su empuñadura ardía y se congelaba a la vez, reaccionando no al tacto, sino al alma que se atrevía a empuñarla. Y ahora, ninguno podía soltarla. Sus manos la rodeaban, en un eterno impasse. La espada no decidiría nada. Solo escuchaba. Las nubes se convulsionaban bajo sus pies, la tormenta del cielo y el infierno se alzaba en un tormento circular. La luz luchaba contra la sombra en su piel, cada destello de llama proyectaba nuevas verdades, nuevas mentiras. El aire olía a hierro, ceniza e inevitabilidad. —No quieres esto —dijo el ángel con la voz ronca por la convicción. No era una amenaza; era la clase de verdad que te hiela la sangre. La que llega demasiado tarde. El demonio sonrió, y los dioses lloraron en algún lugar lejano. «Sí. Siempre he deseado esto. Pero no por las razones que temes». —Entonces habla. Hazme comprender la locura antes de acabar con ella. —No lo acabarás —susurró el demonio, acercándose, rozando su mejilla con el viento gélido que emanaba de las alas del ángel—. Porque acabarlo significa aceptar que siempre fuimos iguales. La espada palpitó. Una vez. Luego otra. Y un zumbido sordo resonó en el vacío; ni sagrado ni profano. Solo antiguo. Observando. Muy por debajo de ellos, la humanidad dormía. Soñando con la paz, sin saber que la única razón por la que el amanecer podría volver... era porque dos seres atemporales no podían decidir si valía la pena destruir o redimir el mundo. El pecado en el espejo El zumbido de la espada se hizo más fuerte, y por primera vez en milenios, el ángel flaqueó; no en su agarre, sino en su fe. No en su fuerza, sino en su propósito. ¿Y si ya había perdido la guerra, no en el campo de batalla, sino en la quietud de su ser? Lugares donde la duda se extendía como el moho en una catedral. Miró fijamente a los ojos del demonio. Sin fuego. Sin alegría. Solo el eco del dolor disfrazado de certeza. El ángel lo había visto antes: en soldados caídos que no podían morir, en santos que olvidaban por qué rezaban. En su propio reflejo, hacía mucho tiempo. —¿Qué quieres? —preguntó finalmente, no por lástima, sino por el terror que ya sentía. El demonio rió entre dientes, un sonido como el de hojas secas desgarradas por el viento. «Para ser visto. Para ser oído. No por ellos...», asintió hacia la tierra dormida, «...sino por ti. Mi hermano. Mi espejo». Silencio. El agarre del ángel se afianzó, no sobre la espada, sino sobre el momento. Recordó el primer cisma: la división no de reinos, sino de corazones. El día que uno eligió la obediencia y el otro el conocimiento. No eran opuestos. Eran decisiones que se apartaban de la misma verdad. Y esa era la mentira que ninguna escritura se atrevía a contar. —Renuncié al paraíso —dijo el demonio—. No por odio. Por libertad ... Quería hacerte preguntas que te daba miedo formular. Quería amar sin condiciones. Quería fracasar sin la condenación eterna. Y tú... te quedaste. Te doblegaste. Te convertiste en lo que ellos querían. El ángel bajó la mirada. Su manto, antes puro, estaba manchado por decisiones que jamás cuestionó. Obras que consideraba justas porque alguien más las había escrito. ¿Cuántos fueron castigados en nombre de la justicia? ¿Cuántas oraciones ignoró porque provenían de bocas consideradas impuras? —Somos lo que protegemos —dijo el ángel en voz baja—. Y yo protegí una máquina. La quemaste. —Y sin embargo, aquí estamos —dijo el demonio con voz temblorosa—. Aún empuñando la misma espada. Aún indecisos. La espada volvió a latir. Esta vez, ambos la sintieron no en sus manos, sino en sus recuerdos. Uno sostenía a un recién nacido en una ciudad asolada por la plaga, protegiéndolo con alas de escarcha. Otro susurraba rebelión a una reina que moriría gritando por una corona. Uno destruyó una guerra antes de que comenzara. Otro engendró una que debía ser librada. Ni correcto ni incorrecto. Solo necesario. Y la espada volvió a zumbar, como diciendo: «Los conozco a ambos. Y no los elijo». El demonio retrocedió, plegando las alas, no en señal de rendición, sino de reflexión. «Vine aquí pensando que acabaríamos con todo. Pero ahora... veo la verdad». El ángel miró hacia arriba. "¿Cuál es?" El fin nunca fue mío. Ni tuyo. Solo somos los guardianes. El fuego y la inundación. Las señales de advertencia grabadas en la existencia. Debajo de ellos, la primera estrella de la mañana atravesó las nubes. El ángel aflojó su agarre. El demonio también. La espada, ahora sin tensión, flotaba entre ellos, sin caer, sin volar. Suspendida, como la verdad entre el mito y el recuerdo. ¿Y ahora qué?, preguntó el ángel. —Ahora —dijo el demonio con una leve sonrisa—, observamos. Esperamos. Y cuando lleguen a esa misma espada, pensando que los salvará o los condenará... les dejaremos elegir. Se giró y regresó al fuego. El ángel se quedó quieto, luego giró hacia el viento y desapareció entre las estrellas. ¿Y la espada? Se quedó. En las nubes. Esperando. Escuchando. A la siguiente mano, al siguiente corazón, lo suficientemente audaz o ciego como para creer que sabía por qué luchaba. Algunas armas no se forjan para terminar guerras, sino para iniciar conversaciones demasiado peligrosas para los dioses o los hombres. Si esta historia te conmovió, si la imagen de la eterna dualidad y el peso de la consecuencia cósmica aún persiste en tu corazón, trae "Cuando los ángeles se enfrentan a los demonios" a tu mundo. 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