
por Bill Tiepelman
La mascarada macabra
La danza bajo las estrellas moribundas La niebla se enroscaba como dedos sobre las viejas piedras del patio, susurrando secretos que solo los muertos recordaban. La luz de las velas, temblorosa en los apliques de hierro, lo teñía todo de un dorado centelleante y un gris luctuoso. El aire nocturno estaba cargado de perfumes olvidados: fresno rosa, mirra amarga, un rastro de vino de naranja sanguina añejado en el dolor. Llegaron juntos, siempre juntos, como llega el crepúsculo con la luna. Lucien Virell con su elegante atuendo de medianoche, su sombrero de copa adornado con calaveras que sonreían más que él. Y Celestine D'Roux , envuelta en humo y sombras ceñidas por un corsé, su corazón envuelto en una gema roja tan vívida que latía con el recuerdo. Ambos enmascarados en hueso, pintados con ecos. Amantes, quizá. Malditos, sin duda. Invitados de honor en una reunión que ningún alma viviente había abandonado jamás. La Revelación La Mascarada se celebraba solo una vez cada siglo: una celebración del duelo, del recuerdo, de la hermosa podredumbre de lo que había sido. Cada invitado llevaba sus arrepentimientos como joyas. Cada mirada era una herida abierta voluntariamente. La música era tristeza grabada en sonido, liderada por violines que recordaban desamores jamás expresados en voz alta. Celestina descendió la escalera de mármol con la gracia de una plegaria caída. Sus medias de rayas le envolvían las piernas como grilletes hechos por ángeles. Sus rizos florecían con plumas y hueso, su sonrisa bordada con un anhelo que nunca había aprendido a enterrar. Lucien la recibió con una mano ofrecida como si fuera un voto. —Una noche —dijo con voz ronca y fría como una confesión—. Tenemos una noche antes de que el sueño termine de nuevo. Ella apretó sus dedos contra los de él, sus ojos eran pozos oscuros en los que ningún deseo se atrevía a caer. "Entonces hagamos que el sueño sangre belleza". El baile Se movían como la muerte, fingiendo ser deseo. Paso a paso, sin aliento e ilimitados, arremolinándose entre nubes de pétalos de ceniza y luz fantasmal. A su alrededor, la mascarada vibraba con amantes olvidados, reinas de luto, reyes vacíos y bailarines que una vez fueron poetas, ahora convertidos en poesía. La música cambió: lenta, reverente, como un alma que se desprende de la piel. El suelo pareció inclinarse, atrayéndolos hacia adentro, más profundamente, hacia el corazón de algo enterrado hacía mucho tiempo: una promesa hecha con sangre bajo un eclipse rojo, cuando Lucien aún respiraba y Celestine aún lloraba. "¿Te acuerdas?" preguntó, con la voz entrecortada. “Nunca me detuve.” Sus dedos temblaban en su cintura. No de miedo, sino del peso de lo que ya no podría deshacerse. Su amor era una herida que se negaba a cicatrizar, una historia contada a través de labios que habían permanecido en silencio durante mucho tiempo. Mientras giraban, los demás se separaron. No por asombro, sino por reverencia. El dolor reconocía el dolor, y estos dos eran sus sacerdotes más auténticos. El peaje de la medianoche Las campanas repicaron desde la torre esquelética de la catedral. Medianoche: el momento en que el velo se aclaró y se calculó el costo. La figura de Lucien empezó a desvanecerse; hilos de sombra se desenredaban de su abrigo. Celestine extendió la mano hacia él, pero su mano atravesó el eco de la suya. —No —suspiró—. Otra vez no. Cada siglo, mi amor. Hasta que la promesa se rompa o el mundo se rompa. Presionó sus labios contra su frente, una bendición fantasma. «Volveré a ti», susurró. «En la niebla, en las llamas, en el espacio entre latidos. Soy tuyo donde el tiempo no puede encontrarnos». Y con eso, se fue. Celestine se quedó sola bajo los globos rojo sangre que nunca se desviaron, nunca estallaron. Solo flotaban, esperando. A su alrededor, la Mascarada seguía danzando. Pero su mundo se había inclinado. De nuevo. Y solo le quedaba el recuerdo y el eco de un hombre al que una vez llamó para siempre. Ella sonrió. Y se quebró como porcelana. El corazón que se negó a morir El salón se vació lentamente, como si el tiempo mismo se resistiera a barrer lo que quedaba. Los invitados se retiraron en un silencio sedoso, con las máscaras agrietándose, su elegancia marchitándose bajo el peso de la despedida. Todos menos uno. Celestine se quedó en el centro de la pista, rodeada de cenizas y plumas. Su colgante de corazón rojo brillaba tenuemente, un pulso resonando en su interior: el latido de él. Ya no era de carne, sino de ella. Ahora caminaba sola, entre sombras que susurraban su nombre como un himno. Cada paso evocaba recuerdos. Aquí, él la había besado. Allí, habían jurado no irse jamás. Adondequiera que mirara, él estaba ausente y, de alguna manera, aún cerca. Ella no lloró. No porque no pudiera. Sino porque incluso el dolor se había acallado en su interior. Lo que quedaba ahora era algo más profundo. Algo más frío. Algo eterno. El espejo del recuerdo En una cámara olvidada tras la alcoba con cortinas carmesí, Celestine se acercó al Espejo del Recuerdo, una reliquia forjada en obsidiana y arrepentimiento. Se decía que mostraba no lo que fue, sino lo que pudo haber sido. La mayoría de quienes lo miraban salían gritando o riendo. O simplemente desaparecían. Celestine lo miró fijamente, sin miedo. Y lo vi. Lucien. Completo. Riendo. Un jardín florecía a su alrededor, con la luz del sol bañando su rostro y un anillo en su mano. El anillo que ella una vez usó, antes del fuego. Antes de la maldición. Antes del trato al borde del velo. Él estaba vivo en ese reflejo, no como era, sino como podría haber sido. Y a su lado estaba ella, pero más joven, menos adornada por la tristeza, más llena de aliento que los fantasmas. Levantó la mano para tocar el cristal. Se onduló. La imagen se desvaneció. “No persigas lo que nunca estuvo destinado a ser”, susurró el espejo, con su voz como la de ella. Pero su corazón —esa gema roja engastada en una jaula de plata y pérdida— latía más fuerte que una advertencia. Más fuerte que la razón. Y ella se dio la vuelta. El Pacto Revisado Celestine regresó al patio, ahora envuelto en niebla y penumbra. Allí, en el estrado de obsidiana donde había comenzado la Mascarada, se encontraba el velado: el Arquitecto de la Mascarada, ni vivo ni muerto, sino algo completamente distinto. Un curador de historias atrapadas en el tiempo, de votos incumplidos. “Buscas reescribir el destino”, entonó el Arquitecto, con su voz como óxido y lluvia. —No —dijo ella—. Quiero terminarlo. Él está más allá del velo. Sabes el precio. Sí. Mi cuerpo. Mi respiración. Mi mañana. Todo. El Arquitecto extendió una mano esquelética. En la palma, una llave con espinas. Entonces atraviesa el velo. Reclámalo. Pero recuerda esto: no puedes regresar. Celestine tomó la llave. Sus manos no temblaron. Su determinación era más antigua que el miedo. La puerta bajo las estrellas Detrás del arco de rosas más antiguo del jardín —uno que no había florecido desde el último aliento de Lucien— encontró la puerta. Sus nombres estaban grabados en ella, tallados con la misma espada que una vez derramó su sangre compartida en un juramento. La llave giró con un suspiro. La puerta se abrió en silencio. Ella dio un paso adelante y el mundo cambió. No hubo fuego. Ningún grito. Solo... calor. Un calor que no había conocido desde tiempos inmemoriales. Sus manos volvieron a ser de carne y hueso, sus lágrimas reales. Y ante ella estaba Lucien, completo, humano, extendiendo la mano hacia ella con ojos llenos de incredulidad y dolorosa alegría. “Tú...” susurró. “Siempre”, respondió ella. Se fundieron, el pasado se desmoronó tras ellos como pétalos de rosa secos. No había máscaras. Ni mascaradas. Solo un comienzo —al fin, y demasiado tarde— en el único lugar intacto por el tiempo: El espacio entre la muerte y la eternidad. Cura la oscuridad. Conserva la memoria. Para aquellos atraídos por la pasión que desafía el tiempo y la elegancia pintada en hueso y terciopelo, “La Mascarada Macabra” sigue viva más allá del velo, ahora capturada en productos exquisitamente elaborados para su hogar, su corazón y sus rincones ocultos. Deja que la historia de Lucien y Celestine respire en tu espacio con nuestra colección cautivantemente hermosa: Tapiz : Cubre tus paredes de sombra y elegancia con este eco tejido del romance gótico. Impresión en lienzo : un retrato digno de una galería del amor eterno, sellado en una textura rica y una escala de grises eterna. Almohada : Deja que tus pensamientos reposen sobre plumas, encajes y anhelos. Funda Nórdica – Envuélvete en secretos susurrados y duerme bajo el velo del amor y la ceniza. Patrón de punto de cruz : cose el dolor y la belleza, un hilo a la vez, y da vida a su historia en tus propias manos. Vaya más allá de la mascarada y entre en la memoria. Porque algunas historias de amor son demasiado inquietantes para olvidarlas.