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Cuentos capturados

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The Serenity of the Savage Garden

por Bill Tiepelman

La serenidad del jardín salvaje

En el corazón de una ciudad adormecida velada por los susurros del tiempo, donde los días se extendían perezosamente como gatos bajo el sol, vivía una anciana llamada Edith. Su casa, un antiguo edificio de piedras desgastadas y hiedra, escondía secretos no sólo dentro de sus paredes sino también dentro de su extraordinario jardín. Este no era un jardín cualquiera; era un jardín salvaje , hogar de las plantas más inusuales, casi de otro mundo. Y, sin embargo, lo envolvía una serenidad innegable, una tranquilidad que parecía casi paradójica. Edith, con su cabello plateado cayendo en cascada como la suave luz de la luna, no era una jardinera promedio. Ella era la guardiana de lo extraordinario, la guardiana de lo peculiar. Sus plantas no eran de las que florecían con el beso del sol; prosperaban con los susurros, los secretos y el suave toque de un alma que los entendía. La pieza central de su colección era una planta tan extraña que parecía salida de un cuento de hadas extraterrestre. Con sus tonos vibrantes, recordaba más a un ser vivo que a una planta. Sus hojas, salpicadas de tonos carmesí y esmeralda, danzaban en la suave brisa, y sus pétalos, si se les podía llamar así, parecían las fauces de alguna bestia benévola. Para la gente del pueblo, Edith era una figura envuelta en misterio, la excéntrica anciana con su extraño jardín. Pero para aquellos que se atrevieron a mirar más de cerca, ella era un testimonio de la belleza de la vida en todas sus formas, un recordatorio de que incluso las criaturas de aspecto más feroz podían albergar un corazón amable. Cada día, mientras los rayos dorados del sol se filtraban a través de los vitrales de su invernadero, dibujando patrones caleidoscópicos en el suelo de piedra, Edith cuidaba su jardín salvaje. Con manos tan delicadas como las alas de una mariposa, cuidaba cada planta, les hablaba en voz baja y les contaba historias de tiempos pasados. La Serenidad del Jardín Salvaje no era un lugar de miedo, sino un santuario donde lo incomprendido y lo magnífico coexistían en armonía. Fue un recordatorio de que, al final, hay belleza en lo poco convencional, lecciones en lo peculiar y una serena elegancia en el corazón del caos. Edith y su jardín no eran sólo parte el uno del otro; eran un espejo del mundo, reflejando la encantadora sinfonía de las innumerables formas de la vida.

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