Celestial Guardian of Chaos and Order

Guardián celestial del caos y el orden

El juramento roto

El cielo ardía con la furia de dos dioses en guerra. El fuego y el hielo chocaban en los cielos y su colisión enviaba ondas de choque a través del campo de batalla. Debajo de este infierno celestial se encontraba una figura solitaria: un guardián envuelto en una armadura adornada con grabados de deidades olvidadas hacía mucho tiempo. Sus alas se extendían ampliamente, una ennegrecida por la sombra y chisporroteando con relámpagos carmesí, la otra pura como la luz de la luna, brillando con energía azul etérea.

Azrael, el Árbitro Celestial, el guardián del equilibrio entre el Caos y el Orden, había permanecido por toda la eternidad como la última línea de defensa contra la ruina cósmica. Su propósito era absoluto: preservar la armonía, garantizar que ninguna fuerza consumiera a la otra. Sin embargo, ahora, mientras la guerra entre el Cielo y el Infierno se desataba, ese mismo equilibrio se había roto.

Había sido traicionado.

La primera traición

—No puedes negarte, Azrael. Éste es tu propósito.

Las palabras de los Altos Celestiales aún resonaban en su mente, su decreto absoluto. Le habían ordenado cortar el camino del Caos, destruirlo por completo, inclinando la balanza para que el Orden reinara eternamente. Pero el Orden sin oposición era tiranía, una extensión infinita de nada estéril. Destruir el Caos era destruir la libertad, borrar la esencia de la creación misma.

Él se había negado.

Y por su negativa lo tildaron de traidor.

El descenso

Su caída había sido violenta. Una vez amado en los cielos, se había convertido en un exiliado perseguido. Mientras sus alas lo llevaban a los reinos mortales, sintió el dolor abrasador de su esencia desgarrada: la mitad de él todavía estaba atada a la luz, la otra abrazaba el poder prohibido del abismo. Su halo, una vez un símbolo del favor divino, parpadeaba erráticamente sobre su cabeza, un testimonio de su alma fracturada.

Azrael aterrizó en un mundo marcado por la guerra que una vez había evitado, sus botas se hundieron en la tierra manchada de sangre. El campo de batalla se extendía interminablemente ante él, sembrado de cadáveres de ángeles y demonios por igual. Los gritos de los moribundos llenaban el aire. Se arrodilló, sus dedos presionando la tierra, sintiendo la sangre vital del reino mismo temblar bajo su toque.

—Lo ves ahora, ¿no?

La voz era familiar, aunque estaba mezclada con algo más oscuro.

Azrael se dio la vuelta. Una figura emergió del humo, su forma envuelta en sombras. Sus alas, antaño tan radiantes como las de Azrael, ahora estaban destrozadas y oscuras, y latían con energía malévola. Sus ojos, antaño llenos de la luz de la divinidad, ahora brillaban con las brasas de una estrella caída.

Lucien.

Hermano contra hermano

En otro tiempo, habían sido parientes, unidos por un juramento más antiguo que el tiempo mismo. Mientras Azrael había elegido el camino del equilibrio, Lucien había elegido otro: el camino de la rebelión. La guerra que ahora envolvía a todos los reinos había comenzado con él.

—Te caíste —susurró Azrael—. ¿Y ahora quieres que yo también caiga?

Lucien sonrió, con una expresión cansada y cruel a la vez. —Aún no lo entiendes. No caí, hermano. Me arrojaron al suelo, igual que a ti. En el momento en que los desafiaste, tu destino quedó sellado. Ya no hay equilibrio, solo supervivencia.

Azrael apretó los puños y la energía que había en su interior se desató en un conflicto. —No elegiré un bando.

Lucien se acercó más y dejó una estela de humo con sus alas ennegrecidas. —Entonces morirás como ellos desean.

Sus espadas se encontraron en una explosión de luz y sombra.

El punto de quiebre

Lucharon en el campo de batalla y su choque hizo temblar los cielos. La espada ardiente de Azrael chocó con la guadaña oscura de Lucien y cada golpe resonó con la fuerza de los mundos en colisión. La sangre manchó el suelo: icor divino, negro y dorado, derramándose sobre la tierra como lágrimas celestiales.

—¿Crees que esto terminará? —gruñó Lucien, sus armas se trabaron en un brutal punto muerto—. ¿Crees que si te aferras a tu preciado equilibrio, todo volverá a ser como antes?

Azrael apretó los dientes, su mente en guerra consigo misma. Había pasado eones manteniendo la balanza, asegurándose de que el cosmos no se inclinara demasiado en ninguna dirección. ¿Pero ahora? Ahora, veía la verdad: ya no había ningún equilibrio que mantener.

Con un rugido, empujó a Lucien hacia atrás y lo hizo resbalar por el suelo accidentado. Sus alas temblaron y su cuerpo se desgarró entre lo que había sido y lo que estaba llegando a ser.

Luego vino la segunda traición.

El pecado imperdonable

Una espada de luz pura le atravesó la espalda.

Azrael jadeó y se quedó sin aliento. Se giró, con la vista borrosa, y los vio: guerreros celestiales, los mismos a los que una vez había llamado hermanos, de pie detrás de él, con las armas en alto.

—Hay que hacerlo —murmuró uno de ellos, con tristeza en la voz—. Por el bien de todos.

Nunca tuvieron la intención de dejarlo vivir.

El dolor no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Sus rodillas se doblaron y sus fuerzas se debilitaron cuando los de su propia especie se volvieron contra él. Miró al cielo en busca de alguna señal, algún susurro de propósito.

Ninguno vino.

Y así, mientras la luz se alejaba de su visión, mientras su alma se tambaleaba al borde del olvido, hizo lo único que le quedaba.

Él lo dejó ir.

Y en ese momento, el Caos y el Orden dentro de él dejaron de luchar.

Se hicieron uno.


El cálculo ascendente

No había cielo.

No hay guerra. No hay sonido.

Sólo oscuridad, vasta e interminable.

Azrael flotaba en el abismo, ingrávido, sin ataduras al tiempo. El dolor había sido su último recuerdo, la traición su última lección. Sin embargo, allí, en el vacío más allá de la existencia, el dolor no era más que un eco. Un recordatorio de algo distante, algo... incompleto.

Entonces, una voz.

No se dice, no se escucha, se siente.

Elevar.

El poder se apoderó de sus venas. Su cuerpo, antes ingrávido, se volvió sólido. Su visión, antes llena de nada, ahora era un cegador infierno de color. Un relámpago rojo atravesó su ala ennegrecida, abrasando el vacío mismo. Un fuego azul ardió en la otra, iluminando el abismo con su resplandor celestial.

Jadeó y su respiración se convirtió en bocanadas entrecortadas y temblorosas.

Él estaba vivo.

El despertar

El campo de batalla se extendía ante él una vez más. El tiempo no se había detenido en su ausencia: la guerra seguía en su apogeo, una vorágine caótica de acero y hechicería. Los guerreros celestiales se enfrentaban a los demonios caídos. Los cielos sangraban con fuego plateado. La tierra se partía en dos, gritando bajo el peso de la furia divina.

Y en el centro de todo estaba Lucien, con su guadaña brillando con icor celestial.

La sangre de Azrael.

La traición había sido total. Sus propios parientes lo habían abatido, pero eso no había sido suficiente para acabar con él.

Se sintió… diferente .

Más fuerte.

Las fuerzas que una vez habían luchado en su interior (el Caos y el Orden) ya no buscaban dominar. Se habían fusionado y se habían convertido en algo más grande. Ya no era simplemente un guardián. Ya no era simplemente un árbitro.

Él era el ajuste de cuentas.

El regreso

Azrael descendió del cielo como una estrella ardiente.

Su impacto provocó ondas de choque que recorrieron el campo de batalla y arrojaron a los guerreros al suelo. Los relámpagos crepitaban en las puntas de sus dedos y el fuego rugía a su paso. No era ni ángel ni demonio, ni sirviente ni rebelde.

Era algo nuevo.

Lucien se giró y su expresión pasó del triunfo a otra cosa.

Miedo.

Hermano contra hermano, otra vez

—Imposible —susurró Lucien, apretando más fuerte su guadaña—. Deberías estar muerto.

Los ojos de Azrael ardían con el poder de las estrellas gemelas. "Lo estaba".

Él se movió.

Más rápido que el pensamiento, más rápido que el sonido. Su espada chocó con la de Lucien en una colisión que hizo temblar el cosmos. El campo de batalla se convirtió en su arena, su guerra eclipsó la que se desataba a su alrededor. Cada golpe destrozaba el aire, cada golpe tallaba el cielo mismo.

Lucien luchó con furia, la desesperación se reflejaba en cada uno de sus movimientos. Azrael luchó con algo más.

Objetivo.

La ruptura de las cadenas

Lucien vaciló.

Un solo paso en falso.

La espada de Azrael se hundió en el pecho de su hermano.

Lucien se quedó sin aliento y sus ojos carmesí se abrieron de par en par. Se tambaleó y su guadaña se le escapó de las manos. Miró hacia abajo con expresión indescifrable.

—Entonces… así es como termina —murmuró.

Azrael lo abrazó, aferrándose a su hermano caído como si pudiera aferrarse al pasado. "No tenía por qué ser así".

Lucien exhaló, una respiración lenta y temblorosa. —Siempre lo hacía.

Y con eso, la luz en sus ojos se desvaneció.

Azrael lo bajó a la tierra ensangrentada. A su alrededor, el campo de batalla se quedó en silencio, la guerra se detuvo. Guerreros celestiales, demonios, todos fueron testigos del fin de una era.

Azrael se puso de pie.

Y habló.

El ajuste de cuentas

"No más."

Su voz se escuchó no solo en el campo de batalla, sino en el tejido mismo de la existencia. “Esta guerra ha durado toda la eternidad, alimentada por el miedo, el orgullo, la negativa a ver otro camino”.

Desplegó sus alas y la luz y la oscuridad se entrelazaron. “Ese camino termina hoy”.

Levantó su espada y con ella, su voluntad.

Los cielos temblaron. La tierra se estremeció. Las fuerzas del Caos y del Orden, antaño ligadas a una lucha eterna, se doblegaron ante sus órdenes. Llamas celestiales estallaron desde el cielo, mientras sombras abisales surgían del suelo.

Los guerreros, ángeles y demonios por igual, cayeron de rodillas.

Por primera vez en la eternidad reinó el silencio.

La nueva era

Azrael volvió su mirada hacia los cielos, donde una vez había buscado guía, pero no la encontró.

Ya no lo necesitaba.

La era de la guerra había terminado.

El equilibrio no se había destruido. No se había roto.

Había sido forjado de nuevo.

Y Azrael, ni ángel ni demonio, ni siervo ni traidor, era ahora su amo.


Trae la leyenda a casa

Puede que el viaje de Azrael haya terminado, pero su leyenda perdura. El Guardián Celestial del Caos y el Orden se erige como un símbolo atemporal de poder, equilibrio y destino. Ahora, puedes llevar esta impresionante visión a tu propio espacio.

Sumérgete en la batalla cósmica entre la luz y la oscuridad. Compra la colección completa ahora. (el enlace se abre en una nueva pestaña/ventana)

Celestial Guardian of Chaos and Order

Deja un comentario

Tenga en cuenta que los comentarios deben ser aprobados antes de su publicación.